Amanecía, y la luz de la mañana se filtraba por la cortina,
haciendo que la habitación estuviese iluminada, con esa tenue luz que te
permite verlo todo sin que moleste. Adoraba aquellas mañanas perezosas de
sábado, de finales de septiembre. Cuando
ya los días van a menos (como decía su madre).
Le gustaba despertarse así, de a poco, comprobando cada rincón de aquel
espacio que tan bien conocía. Haciendo memoria de cosas banales del día
anterior. Poniendo una pequeña lista de
planes para el día.: leer, pasear, quizá un café con Ana, o podía quedar para
ir a ver alguna película.
Se levantó y avanzó hasta la ventana para correr las
cortinas y abrir la ventana. El aire fresco de la mañana inundó la sala y sus
pulmones. Dejó que acariciara su piel hasta erizar el bello. No era nada ni
nadie, antes del café. Puso una canción y se sirvió un café con leche y una
cucharada de azúcar moreno, una tostada con aceite de oliva y dejó que el café
y la música la posicionaran de nuevo en el mundo de los vivos.
Mientras desayunaba, hizo un repaso mental de la
conversación que había tenido con Jorge unos días atrás, seguía sin entender el
porqué de su nueva postura, había pasado de ser un proyecto de relación a
amigos distantes. Creía que había buena
química entre ellos, es mas sabía que la había, por eso no entendía que había
pasado. No quería comerse la cabeza con aquello, hacía tiempo que las
relaciones habían pasado a un segundo plano en su vida. – Mejor sola que
acompañada de seres que proyectan mala sombra- como decía Ana.
Tomó la taza y se aproximó a la ventana, corría una brisa
que hacía que las ramas del chopo que tenía frente a la ventana se movieran,
parecía una danza un tanto alocada con una extraña coordinación descoordinada.
Las hojas se movían como bailarinas de una cajita de música. Dio un sorbo al
café y dejó que aquel bonito espectáculo de ramas y hojas bailando al compás de
la música que salía de su equipo, inundase la cocina. (Dulce mañana de sábado,
me conformó con poco – se dijo).
Dejó la taza y la cuchara en el lavavajillas y de dispuso a
leer un rato. Se dejó caer en la cama, acomodó la almohada a la espalda, se
puso las gafas y dejó que la lectura la envolviera en ese mágico mundo que solo
un buen libro sabe crear. Por espacio de aproximadamente una hora ya no era
ella, era el personaje central y sus circunstancias. Miró el reloj, y pensó que
quizá ya era hora de dejarlo, pero un capitulo a medias, ni pensarlo (manías de
lector-se dijo).
Puso el marca-páginas y se levantó, de verdad que no sabía qué
hacer, estaba tan a gusto así, perezosa y relajada.
En el cine de la esquina estaban reponiendo grandes clásicos
del cine. Ese podía ser un buen plan para la tarde. Un paseo matutino y de paso miro la cartela
para hoy. Si algún título me interesa llamo a Ana por si la apetece – pensó.
Se puso un pantalón cómodo, unas zapatillas y su camiseta
preferida, esa que ya iba perdiendo el color por el mucho uso y el tiempo. Le
que se compraron en aquel puesto del rastro una mañana de domingo de resaca y
risas hace ya un sinfín de años. Tomo el
bolso y las llaves y salió a la calle a disfrutar de aquel maravilloso día de
finales de septiembre.
Hortensia Márquez - Sep.Oct/2017 (@horten67)
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